sábado, 24 de junio de 2017

Liggur. Capitulo IV


En el momento en que se disponía a regresar a su Torreón algo llamó su atención, arriba, en el acantilado una mujer parecía hacerle señas; arqueo ambas cejas, desde que decidiese por voluntad propia apartarse del mundo y de todos, tan sólo había tenido una visita que le importase, y ésta, aunque breve, le había hecho pensar durante varios días y varias noches que ella, no era la que debía apartarse, que ella debía luchar, no ya por el hombre que la había traicionado, si no por recuperar su esencia, lo más valioso que poseía y que aquel miserable había intentado robarle sin conseguirlo. 

Aquella visita había sido la de su hermano de armas, Asgeirr Ravna, Jarl de Tyrhavn.

Los pensamientos la absorbían, por un instante olvido a la mujer, que aun encaramada en la loma movía una de sus manos reclamando su atención, frunció los labios, ajusto la seda verde que había llevado para cubrir su desnudez tras el baño y se dirigió, sin demasiado interés hacia aquella que la llamaba. Según se iba acercando su corazón se aceleraba, reconoció en ella a la que de haber encontrado un día antes, hubiese estrangulado con sus propias manos, vaciado sus vísceras, arrancado su pobre corazón y bebido su sangre, y sin embargo ahora  ya no sentía ganas de hacerlo, una de sus cejas se volvió a arquear, ésta vez con expresión curiosa, reservada. Irónica.

Cuando llego junto a ella se detuvo, orgullosa, alzo el mentón y le pregunto.

_”Que quieres mujer, tu, que deberías estar en la más profunda de las ciénagas, ¿te atreves a irrumpir en mi vida cuando no mereces otra cosa que la muerte…?”

La mujer calló de rodillas, visiblemente afectada, era bonita pero vulgar, nada en sus rasgos haría nunca que un hombre se girase para mirarla, si acaso, sus ojos, muy azules, podrían ser lo único que destacaba en ella, si, eran bonitos, pero su cuerpo, desde luego no era de los que despiertan pasiones, bien torneado pero carente de ese fuego que vuelve locos a los hombres. No era mal parecida, todo lo contrario, tenía una belleza sencilla, como la de esos corderitos que pastan en el campo, sin importarles nada más, parecía una buena mujer. Medb la miraba inquisitiva, tal vez buscando un porqué, pero sin encontrarlo. Se dio cuenta de que era más joven que ella, y que vestía bien, lo que indicaba que tenía recursos. Por su mente pasó de nuevo como un latigazo el recuerdo de que aquella mujer, era la que había recibido los últimos besos de su aún esposo, Gunnar. Los deseos de matarla se hicieron casi insoportables, apretó los puños, intentando controlar su ira, se contuvo, apretó los labios y esperó una respuesta.

La mujer se arrastro de rodillas unos pasos y una vez llegó a la altura de sus piernas, se postró ante ella, llorando.

_”Soy una miserable, -dijo-, no merezco vuestro perdón y aquí estoy, suplicándolo, yo no lo sabía, no lo sabía, no lo sabía…”

La infeliz mujer emitió un sollozo profundo que a punto estuvo de conmoverla, ni ella misma entendía como podía ocurrir tal cosa, pero sintió lástima por aquella mujer, al igual que ella, también estaba sufriendo, aunque ello, la hizo sentir una mezcla de placer tan intenso que bien podría compararse al placer que se obtiene en lo que los normandos llaman ‘pequeña muerte’.
No se inclinó, no se movió, entrecerró los ojos y dejó de mirar a la suplicante, alzó aun más la cabeza y su cabello leonino ondeo mecido por los vientos que coronaban  la loma donde ambas se encontraban.

No había necesidad de usar la violencia, tampoco la crueldad, bastante cruel había sido aquel a quien ambas amaban, tampoco la apartó de una patada como era su deseo. Mantuvo las distancias, se alejó unos pasos, no deseaba que aquella mujer pudiese siquiera rozarla con la punta de los dedos. Todo en ella le causaba repulsa, su respiración, sus gestos, pero sobre todo, ese tono de voz, el que tienen aquellos que como suele decirse, nunca han roto un plato.

Por un instante volvió a desear verla muerta, agonizante bajo su hacha, con los pingajos de su cerebro colgando gelatinosos de ésta…  Abrió ambas manos, soltando sus puños, repetidas veces, necesitaba calmarse y hablar con aquella mujer, si el Alto la había puesto en su camino, debía de ser por algo.

“_Que te ocurre, -dijo al fin- ¿acaso no tienes ya lo que querías?”, -preguntó con voz seca, cortante, carente de empatía-.

La mujer aun de rodillas negó, moviendo la cabeza.

“_Me ha engañado, nos ha engañado a ambas, es un mal hombre señora, un mal hombre!

Medb río, primero quedamente, de medio lado, luego, a carcajadas. Una bandada de cuervos que picoteaban sobre la colina los terrones desprendidos de la tierra en busca de jugosos gusanos alzo el vuelo, asustados por el resonar de las carcajadas o quizá, raudos a contarle a su padre Odín que la Reina había vuelto a reír como antaño, cuando su espada empapada de sangre era alzada tras el combate dejando que el líquido viscoso resbalase por su brazo después de haber segado la vida de sus enemigos.

“_Levanta, -pronuncio imperiosa-, tú no has hecho nada, no tienes culpa de nada, tu, eres una infeliz que al igual que yo creyó sus mentiras, creyó en su amor”

La mujer asintió, moviendo repetidas veces la cabeza, _”Si, si, es cierto, le amo señora, y aún le amo, Dios sabe porqué”.

Medb arrugó la nariz, sabía que la mujer se refería al Dios de los cristianos, ese que ella aborrecía; se dio la vuelta, dando la espalda a quien seguía con una rodilla hincada en el suelo; empezó a caminar, despacio, aquella pobre desgraciada solo había sido una víctima más de las mentiras de Gunnar, no merecía ni su desprecio ni su cólera, solo merecía lástima.

“_Espera, -grito la mujer tendiendo hacia la guerrera un brazo-, espera…

La Reina se detuvo, y giro un poco la cabeza por encima de su hombro para mirar a quien la llamaba.

“_Necesito saber la verdad, -suplicó  mientras se ponía en pie, sin mirar a la guerrera directamente-, necesito saber que es verdad y que no lo es, moriré si no lo averiguo”.

Medb masculló entre dientes, sin deseo real de que se entendiese lo que acababa de decir, _”la verdad también te matará”. 

Tomo aire, girándose por completo y la miró fijamente, accedió  a hablar con ella tras  sentarse sin más sobre la verde pradera que se extendía ante ambas e invitando a la mujer a que se sentase a su lado. Las dos mujeres, con los pies descalzos y sentadas en lo alto de la colina hablaron y hablaron, incluso alguna vez la que había pedido saber la verdad lloró, se desespero, no podía entender, igual que tampoco podía entenderlo Medb, que la verdad sobre el hombre que ambas amaban fuese tan dolorosa, ni que él, bendecido por Freya, hubiese despreciado tan precioso don.

Hablando descubrieron, que hacía más de un año, que aquel infame había convivido como esposo leal con las dos, amándolas o fingiendo hacerlo,  a ambas a la vez, alternando el tiempo de le dedicaba a una y a otra, mintiéndoles, engañándolas, comportándose como un verdadero miserable. 

A Medb la había arrastrado a un caos en el cual había tenido que desprenderse de su flota para financiar la de él, había casi olvidado lo que un día fue, para obedecer sus órdenes y ponerse bajo su mando, para lograr que el realizase sus sueños de conquista; había dejado su casa, sus amigos, su mundo, por seguirle, por compartir anhelos, alegrías y tristeza junto a quien ella siempre tuvo por el único merecedor de ello. No se arrepentía de nada, mil y mil veces más volvería a hacer lo mismo, sus sentimientos eran sinceros, negar aquello, sería negarse a si misma. Y si, había sido absoluta y plenamente feliz, además, nadie la obligó a hacer lo que hizo. 

A la otra, bueno, a la otra la había engañado también, aunque durante menos tiempo, solo un año y medio, haciéndole creer que era un hombre libre, condicionado por un triste pasado, susurrándole al oido que solo la amaba a ella, que no había otros brazos que lo esperaban amantes, que no tenía otro hogar. Negando que todo lo que poseía lo había logrado gracias al apoyo incondicional de su esposa, de su sacrificio, de su entrega, contándole, todo lo que ella quería oír, esquilmando sus bienes, permitiendo que ella financiase un barco nuevo con el que surcar las olas y atracar, sin duda, en cualquier puerto en busca de otros brazos que quebrar, otros brazos a los que arrancar la alegría de vivir, otras mujeres, que amándole o colmandolo de placeres, le diesen además todo cuanto poseían, sin importarle el daño que hacía con ello ni las vidas que frustrase o truncase,  sin importarle, una vez conseguía su propósito y se  cansara de ellas, que éstas solo tuviesen ganas de morir.

¿Tenía un talento especial, quizá?, las mujeres le amaban, ¿por su porte, por sus hermosas armas, por el valor que se le presumía? Siempre sería un misterio,  el hecho de que algunos hombres tienen la fortuna de tener junto a ellos a alguien que los ama en el modo en que lo había amado Medb, y sin embargo, desprecian ese amor con el más cruel de los actos, la traición. ¿Porqué, aún así, siguen teniendo la fortuna de que mujeres como la que ahora hablaba con la Reina, le amasen también?, a su manera, pero también profundamente y que a él no le importase hacerles daño con tal de conseguir su meta. ¿Pero qué meta era la suya?, ¿saberse un traidor?, ¿un cobarde?

Un hombre de verdad jamás hubiese hecho lo que él hizo.

La pequeña bola de luz en que se estaba convirtiendo el tibio Sol del Norte apenas  las alumbraba ya, e  hizo que las mujeres dejasen de hablar, se lo habían contado todo, sin omitir detalle, igual que lo harían dos amigas, aunque ellas jamás podrían serlo; las dos miraron hacia el mar y suspiraron. Por un instante, fueron iguales, tan sólo dos hembras con el corazón destrozado.
Ahora debían volver a sus respectivos quehaceres, la una a cuidar de sus hijos, la otra, a beber como si no hubiese un mañana en la taberna, porque después de haber hablado, de conocer una y otra toda la verdad, pese a la herida abierta sangrando en su alma, tenía que celebrar lo que ahora sabía y sobre todo, lo que ahora también sabía ‘la otra’.


Se despidieron de manera cordial, que caprichosas son las Nornas!,  la mujer se alejó camino de su casa, triste, pensativa. Medb, sin mirar atrás, bajo por la colina como si sus pies se hubiesen vuelto ligeros, como si se hubiesen librado de un pesado yugo.

*(Liggur significa 'mentiras', en islandés)

lunes, 12 de junio de 2017

Renacer. Capitulo III

Permaneció largo rato frente al escudo, tan bruñido en su parte central que le permitía contemplar su imagen aunque algo distorsionada. Adapto sus ojos a la deformación de su reflejo, se inclino hacia delante, luego hacia atrás, se puso de lado, deslizo ambas manos sobre su vientre, su pecho, su cuello; agachándose con parsimonia acaricio sus piernas, las mismas que él ingrato había jurado adorar un día, aquellas que besara con deleite en las muchas noches en que ambos se entregaran a los más deliciosos placeres. Esta vez. al recordarlo, una escalofrío ascendió por su espina dorsal, ¿Quién conseguiría hacerle sentir algo parecido a lo que él le hacía sentir con sus caricias?, sintió de nuevo la congoja y el dolor luchando por instalarse en su pecho, pero no lo permitió; tras alzarse puso ambos brazos en jarra, apoyadas las manos sobre las caderas, alzó el mentón y un sonoro ‘¡ja!’, salió casi inconscientemente de sus labios, ella fue la primera sorprendida, hacía mucho tiempo que su  garganta no emitía ningún sonido y aquel ‘¡ja!’ rotundo, evidenciaba que ella había cambiado, que ya no era la misma, que no se iba a rendir.

Aun desnuda, esquivando con gracia a sus dos compañeros felinos, empezó a andar por la estancia. Reparo en que algo parecido a una manta roída por los ratones ocultaba un punto de luz, un agujero en el muro del torreón por el que la claridad se colaba con más intensidad que por el estrecho y único ventanuco de la construcción; tiró de él con fuerza, levantando una nube de polvo y haciendo que alguno de sus bigotudos habitantes saliese en tropel o volando por los aires, los dos gatos parecieron volverse locos de repente y empezaron a perseguir a las bestezuelas, eso le hizo sonreír  de nuevo se sorprendió, porque pensaba que había olvidado cómo hacerlo.

Rodeada por el polvo que había provocado, estiró los brazos, paralelos a su cuerpo. Muy despacio dejo que éstos ascendieran, abriéndose un poco hacia los lados, con las palmas de las manos hacia arriba. Así estuvo un buen rato, hasta que la polvareda se asentó sobre el suelo de pizarra que cubría todo el recinto, minúsculas motas de polvo danzando entre los haces de luz que se colaban a raudales por el hueco; sintió como la luz inundaba su cuerpo, como solo si era capaz de salir de la oscuridad que la consumía, podría volver a sentirse viva. Y quería vivir, sentía la necesidad de demostrarse a sí misma y al mundo que ella no había fallado, que no había falsedad ni en sus actos ni en sus palabras, que ella era Medb Harbrann Nordhjerte.

De repente se sintió inmersa en un impulsivo acto de limpieza, empezó a lanzar fuera la basura que había ido acumulándose en las esquinas, en el suelo, sobre el jergón que le servía de cama. Levanto éste y de nuevo un tropel de diminutos ratoncillos salió corriendo, espantados, haciéndose a un lado de un salto los  dejo ir mientras reía, sorprendentemente de buena gana mientras veía la febril persecución de éstos por los mininos. Sacudió la lana y saco fuera el camastro, ansiosa porque los escasos rayos solares secasen las innumerables lagrimas que había vertido sobre él; barrio, sacudió, arraso con todos los objetos innecesarios, y por fin, el Torreón ya no parecía un mausoleo, era muy humilde si y estaba semiderruido, pero era su hogar ahora y quizá lo fuese durante mucho tiempo, por ello, si había decidido vivir, pensó que estaba bien hacerlo en condiciones.

Una vez dio por concluida la tarea, se dejó caer cansada sobre el banco y miró a su alrededor, ahora iluminado no sólo por la solitaria vela si no también por las rectas líneas de luz que se colaban tanto por el ventanuco como por el hueco roto de la pared, cruzándose ambos rayos en un rincón de la sala, el rincón donde reposaba Nimhain, su espada, iluminada como solo podían estarlo las armas de los Dioses, rodeada por un aura espectral formada por las infinitas motas de polvo que seguían volando suspendidas en la habitación.

Tras Nimhain se encontraban las ropas que había utilizado en tiempos de guerra; se incorporó de un brinco tras sentir la necesidad de tocarlas, se acercó a ellas ceremonial, como en un rito arcaico y olvidado y acarició las escamas de cuero de su coraza, siguió con el índice los herrajes metálicos que la adornaban y servían para ceñirla a su cuerpo, suspiro, esta vez sin dolor, podría decirse que emocionada ante la perspectiva y el firme propósito que se extendía ante sus ojos. De nuevo un recuerdo cruzó por su mente, como un latigazo, y recordó, frunciendo el ceño, que aquel a quien ella amaba sobre todas las cosas, en alguno de los actos derivados de su traición, había sustraído uno de sus arneses, quien sabe si para entregarlo como pago a cualquier fulana o para pagar alguna de sus muchas deudas. Poco importaba aquello ahora, solo eran recuerdos, recuerdos que le hacían daño y que había decidido olvidar o al menos, dejar en ese lugar apartado de la mente en el que todos deberíamos dejar aquello que nos hiere.

Sacudió la cabeza, intentando no seguir pensando en ello so pena de ceñirse su fiel espada e ir en busca del causante de su desdicha, no, no debía permitir que la ira guiase sus pasos. Él no merecía que ella se tomase la justicia por su mano, el asunto había sido tan grave que solo los Dioses, siempre justos, podían tomar asunto en ello. Y lo harían, de eso no tenía ninguna duda. Se sereno, ¿luchar contra él?, ¿aquel con quien había luchado contra todos?. Lucho  por él incluso cuando todo estaba en su contra, cuando conoció su vileza, su miseria; se había humillado ante él y pedido una y mil veces que recapacitara, que aún había esperanza, pero él no lo hizo, siguió ciego en su locura, porque sus actos, debían de estar guiados por la locura. De creerlo estúpido, nunca le hubiese amado, de saberle tan cruel, le hubiese causado repulsión. Ahora, en la distancia, pese a seguir amándole sin que ningún motivo hubiese para ello, lo único que podía sentir por él, luchando por no dejarse arrastrar por la demencia del amor, teniendo plena conciencia de sus actos, era lástima.

Negó con la cabeza, intentando convencerse a sí misma. No, no merecía la pena. Luchar contra alguien que no estuviese a la altura sería degradarse y ella no había olvidado quien era, aunque hubiese habido momentos en que lo había hecho. Torció el gesto, no se sentía orgullosa de ello. Se giro dejando atrás sus ropas, tiempo habría para lucirlas como era debido, ahora era su cuerpo y la maraña en que se había convertido su pelo lo que necesitaba una limpieza; se dirigió hacia uno de los arcones diseminados por el cuarto, inclinándose voluptuosa, lo abrió, arqueando una ceja al ver que no había errado al recordar su contenido. Finas telas bizantinas se amontonaban enrolladas en el cajón, tiro de una de ellas, una delicada seda de color verde y la colgó sobre su hombro, luego se calzo las botas y tan desnuda como su madre la trajo al mundo, salió del Torreón, bajando despacio, teniendo esta vez buen cuidado de no lastimarse, sorteando las rocas que antes dañasen sus pies hasta llegar a una diminuta cala que rodeada de enormes piedras ofrecía una entrada al mar.

Dejó la tela y las botas sobre la arena y caminando despacio se sumergió en las aguas; dejó que la sal limpiase sus heridas, permitió que las olas meciesen su cuerpo acunándolo entre ellas cual madre amorosa. Nado, se hundió y volvió a nadar, chapoteando entre la espuma como la niña que jamás quería dejar de ser. Cuando salió del liquido elemento, lo hizo como alguien nuevo, renacido, consciente de que la tristeza no la abandonaría jamás, pero dispuesta, como era el deseo de su padre Odín, a no dejarse vencer por ella.



domingo, 11 de junio de 2017

Devotio. Capitulo II


Había oído rumores, de los que se burlo, ¿él?, jamás, jamás me traicionaría, nunca haría nada que pudiese hacerme daño, él hubiese arrasado la Tierra para protegerme, él me ama…

Cuando le conoció, el era un guerrero errante, solitario y reservado, sabía que tenía un oscuro pasado, pero no le importo, ella, que jamás había sentido lo que sintió la primera vez que lo vio, que escuchó su voz, se sintió arrastrada por un torbellino de emociones que no quiso controlar, y se sintió viva, viva!, más viva que cualquiera de las veces que se había enfrentado al enemigo, más viva que cuando el viento del norte azotaba sus cabellos, más viva de lo que se había sentido en toda su vida. No pregunto, solo amo, de una forma total y sin reservas, sin condición ni medida, como solo ama aquel que ha encontrado, o piensa haber encontrado a su igual en el mundo.

El le pidió que le acompañase y ella, enamorada ya sin remedio, lo hizo. Le acompaño a un lugar que no le gustaba, pero que junto a él, le parecía el mejor lugar sobre la tierra, donde las flores lucían los colores más hermosos y los pájaros cantaban al amanecer cuando éste los sorprendía amándose, devorándose como jamás lo ha hecho nadie. Ella, que siempre renegó del amor, estaba enamorada de aquel que no conocía y del que tantas veces pensó en cómo pudo  vivir hasta que le conoció.

El no fue el mejor de sus amantes, pero si a quien ella amo por encima de todo y de todos, incluso por encima de ella misma. Eso fue lo que la perdió y a la vez lo que la hizo única.

Transcurrieron los días, los meses, los años; no hubo batalla en la que no participasen juntos, luchando hombro con hombro, saboreando juntos la victoria y lamiéndose después  las heridas uno al otro en la derrota. Era feliz, feliz hasta el delirio.

Una nueva punzada, los recuerdos pese a ser hermosos, cuando han sido desleales, duelen. Parpadeo tras sentir el dolor de su pérdida y cerró de nuevo los ojos, ésta vez más fuerte, para centrarse en su historia, en lo que no debía olvidar.

Le entregó sus naves, sus bienes, su vida, pero sobre todo le  entregó su alma, un alma indómita que nunca había gobernado nadie, y que él  regia, con su consentimiento absoluto, sin dobleces. ¿Qué había obtenido a cambio?, nada, absoluta y rotundamente nada, solo dolor y ganas de morir.

Le aguardo largas noches y largos días, todos aquellos en los que no pudo acompañarle, nunca salio de sus labios una sola queja, un lamento o un reproche, siempre fue consciente de que él era un guerrero y se debía a los hombres que formaban parte de sus huestes, los que le acompañaban a las guerras que lidiaba. Supo esperar cual mujer amante y paciente a que el regresara a casa, vendaba y cuidaba sus heridas, le consolaba, le alentaba. Hizo y dispuso todo aquello que creyó agradaría a sus ojos y a sus sentidos; pese a ser ella misma una guerrera y anhelar la lucha, delego su razón de ser para servirle y adorarle, para hacerle sentir que merecía la pena volver con vida al hogar, a su hogar, el hogar que habían construido con orgullo y sacrificio.

Ladeo la cabeza un poco, sin dejar de acariciar al gato, sumida profundamente en sus pensamientos; ya no lloraba, solo pensaba, parecía que lentamente los recuerdos iban acudiendo a su mente de forma nítida, algo que no le había ocurrido desde que entrase en ese estado de letargo en el que estaba sumida. Quizá su mente, incapaz de almacenar más dolor, había puesto inteligentemente fin a su sufrimiento, o al menos, lo estaba intentando. Durante días espero  la llegada de la dulce muerte, pero ésta no llegó, pensó muchas veces que su lastimado corazón no podría soportar la pena y que estallaría en mil pedazos, matándola, pero no lo hizo, siguió latiendo pese a todo, acelerándose y desacelerándose, dolido, roto, pero vivo. ‘Maldito’!, pensó más de una vez, ‘detente, deja de latir, muere’!. Pero no lo hizo.

Abrio los ojos, que parecían más serenos, se inclino hasta besar al felino en la cabeza y este respondió a la caricia restregándose contra su pecho, un pecho en el que un día luciese el nombre del amado y sobre el que ahora, rasgado, apenas se veía el costurón con el que había borrado el infame recuerdo de su piel. Ahora sólo adornaba éste, sobre sus senos, aquellos que pese a la incipiente delgadez que había adquirido en los días de duelo, seguían siendo hermosos, el símbolo de su realeza.

El gato salto al suelo y sin pensarlo aprovechó la circunstancia para ponerse en pie, sacudió sus ropas y se desprendió de ellas con  gesto brusco, como si la molestasen, se quedo desnuda, sucia y despeinada, pero ya no tenía dudas. Dio una patada a las ropas y éstas acabaron en el fuego, avivando éste e iluminando la estancia, tras observar ensimismada como ardían  avanzo unos pasos hasta detenerse frente al escudo que la había acompañado en mil batallas, alzo la cabeza, se seco el resto de las lagrimas con el reverso de la mano, una vez más tomo aire, apretó los labios, y asintió.


Si su Padre el de un solo ojo, Aquel que todo lo ve, no le había permitido morir, tal vez fuese porque debía de enfrentarse aún a algo para lo que no estaba preparada, para lo que nadie lo está, algo contra lo que tenía la certeza de perder y pese a todo, algo contra lo que  tenía que presentar la más fiera de sus batallas.  Algo al fin, para lo que había nacido. Era un guerrero, su vida era la guerra.


Torreón del Norte. Capitulo I


El dolor era tan intenso, tan desgarrador, que con cada nueva bocanada de aire sus pulmones atenazaban como una garra su destrozado corazón, sentía una opresión real y mortal, y pese a desearlo, la vida no la abandonaba. Vivir, le suponía un dolor insoportable, devastador, hubiese deseado estar muerta, muerta y olvidada, sin gloria, sin nadie que cantase sus gestas, sin pasado, presente ni futuro si con ello el dolor cesara aunque solo fuese un instante; jamás pensó que podría sentir lo que ahora mismo sentía, nunca pensó, que saberlo muerto, descuartizado por sus enemigo,  le hubiese dolido menos que saberlo un traidor…

Contemplaba el océano batir furioso las  olas bajo sus pies, en lo alto del acantilado donde, desde hacía apenas cuatro meses vivía, un lugar inhóspito y desolado, donde había encaminado sus pasos en busca de soledad tras lo acontecido. Ni por un instante dudo de su falta de culpa, siempre se rigió y encauzó su vida como lo que era, un guerrero, fiel a los suyos, valiente, entregada, tal vez no fue suficiente, tal vez. Alzo su mirada al cielo, un cielo plomizo y tan triste como sus ojos grises, ahora carentes de luz, apagados y sombríos, secos tras tantas lágrimas, intento contener la respiración, dejar de ser, de estar, incluso imagino lo que sentiría dejándose caer al vacío;  la brisa marina golpeo su rostro como si el mismo Odín, su padre, le soltase un bofetón obligándola a respirar.

‘Llora, llora hasta que no te queden lágrimas’, le pareció escuchar, 'pero jamás te rindas, y menos aún, te rindas ante un cobarde'.

Tomo aire, dejo que éste inundase su pecho hasta que no le cupiese mas, lo dejo ir, despacio, con los ojos cerrados. Se sintió mejor, al menos por unos segundos. Repitió la operación varias veces hasta que su espíritu, en comunión con el mar, se calmo. Miro una vez más el horizonte, mientras alzando su falda, dio media vuelta y regreso despacio, caminando sobre las rocas hacia el Torreón en que habitaba, un torreón medio derruido en el que apenas un haz de luz mortecina se colaba por uno de los ventanucos, con más  claridad de la que tenían sus pensamientos, que pasaban de la tristeza más extrema al odio más intenso, y pese a todo…  Varias fueron las veces que sus pies, desnudos se lastimaron con las afiladas piedras, ni siquiera lo sentía, ¿dolor físico?, ningún dolor físico es comparable al dolor del alma cuando ésta está herida tan profundamente. Llego a las desgastadas escaleras y subió, despacio, casi arrastrando sus lastimados pies, atravesó el umbral tras empujar el portón que chirrió quejumbroso acompañando su gemido el gesto de su mano, como si lo que se había convertido en su casa, se uniese con su crujido de madera a sus lamentos de loba herida. Herida sí, pero no muerta. Se llevó la mano instintivamente al amuleto que colgaba de su cuello, debía recordar eso y no olvidarlo.

Su estado actual de decadencia había comenzado el día en que tuvo la constancia de que aquel a quien ella amaba sobre todas las cosas, aquel por el cual había abandonado su mundo y sus sueños, aquel por el que habría muerto sin dudar, la había traicionado. La traición no le dolía solo por el desamor, aunque es cierto que imaginar su vida sabiendo que no volvería jamás a sentir el sabor salado de sus labios o sus fuertes brazos sujetando su cuerpo le producía una desazón punzante, dolorosa pero soportable; a fin de cuentas hombres había muchos, todos dispuestos a satisfacer sus ansias, no, no era eso lo que la había sumido en ese estado de desesperación, lo fue la desgarradora sensación, de que aquel de quien nunca habría dudado, resultase ser un hombre sin honor.

Se sentó en un banco, frente a una desvencijada mesa de madera sobre la que se acumulaban, tras noches interminables, varias velas, sin intención de encender ninguna. Solo cuando uno de los gatos que compartían su soledad saltó sobre su regazo, mimoso, sus labios se curvaron en una leve sonrisa y accedió, sin demasiadas ganas, a levantarse para tomar una brasa del fuego que ardía en medio de la sala en el que cocinaba los escasos alimentos con los que contaba, sopló ésta y sintió el calor en el rostro cuando se iluminó, inclinándose sobre la mesa  encendió una única vela, luego dejó caer con desgana la brasa al mismo lugar donde la había cogido; arrugó la nariz, un olor ocre ascendió del caldero que colgaba sobre el fuego, no le importo, volvió a sentarse en el banco y una vez más, el gato, salto a sus rodillas.


Abstraída con la tenue luz de la vela, mientras su mano acariciaba de forma mecánica el lomo del animal, recordó el porqué de su desdicha y una gruesa lagrima cayó deslizándose despacio sobre su rostro, a ésta siguieron muchas más, llevaba demasiado tiempo así, y había llegado el momento de acabar con ello, secó sus lagrimas con el reverso de la raída manga de su vestido y tomando aire una vez más, cerró los ojos y empezó a recordar, a intentar poner en orden sus pensamientos, unos pensamientos que la atormentaban y de los que tenía que desprenderse si su propósito era no morir sin gloria.


Draugar fortíðar. Capítulo VIII

Hacía ya tres días que Jörn no iba a verla, tres días que en circunstancias normales a ella le hubiesen parecido algo normal; sabía de sus...